lunes, 10 de noviembre de 2014

Lo humano

Eran las tres de la mañana de un martes, el profesor, encerrado en su laboratorio contemplaba con ojos maravillados la magnificencia de su descubrimiento.
No era un descubrimiento como cualquier otro, ya trascendía las barreras de la ciencia y el inconsciente. Era inimaginable su poder, y lo peor de todo es que nadie se lo podría haber propuesto mejor, había encontrado la relación entre las partículas cuánticas, que componen todo lo conocido en el universo conocido, con el amor, esa creencia humana milenaria, completamente inexplicable, inentendible, y por sobre todas las cosas incontrolable.
Al profesor le había resultado peculiar la similitud que aparecía entre el apareamiento de dos partículas, que sin importar la distancia, lograban comunicarse entre sí, como dos humanos, como dos enamorados, como una madre y su hijo que se sienten, no importa el lugar, se sienten y se tocan sin importar que los separe. Había millones de estas pequeñas partículas que se conocían en un acto amoroso. Ahora todo cobraba sentido, como tanto hombres como mujeres lograban hechos tan descomunales y sorprendentes a causa del amor, de dónde salía su fuerza, su poder, su impredecibilidad.
Todo cobraba sentido para el profesor, excepto él. Había logrado descifrar un secreto milenario y se encontraba ahí, solo, en su laboratorio oscuro, contemplando algo que no tenía. Dicen que no siempre fue así, que una vez se enamoró, que luego las lágrimas le salieron a toneles, que luego evocó al odio y al poder. Ahora estaba ahí, viendo al mundo, como sin estar en él.
Los cinco minutos que siguieron al acontecimiento solo el profesor los supo. El ayudante que ingreso al laboratorio por la madrugada encontró todo hecho trizas. Papeles rotos o percutidos por sustancias corrosivas, todo revuelto y tirado, una mancha roja, un revolver aferrado a una mano que todavía olía a pólvora y un cráneo, el de que científico, atravesado por un agujero del que aun brotaba sangre maloliente. Entre el desorden, sobre una pizarra que colgaba en la pared se llegaba a leer:
“Cuanto ya todo lo que exista tenga sentido, ya nada lo tendrá. Amen”

El pasadizo

Entré en un pasadizo oscuro. Hacia frio, no había donde ir, como tampoco para que vivir o esperar un milagro. Estaba yo, el pasadizo, el fin. ¿Del pasadizo? Quién sabe si tenía fin, tal vez era un laberinto o un círculo que me conducía justo hasta a donde estoy parado ahora. ¿Era un pasadizo? Un pasaje hacia algo extraño, algo desconocido, pero algo nuevo al fin ¿nuevo? ¿Y si en realidad no hay nada nuevo? Quizás ya exista todo, o todo no haya existido jamás y ese pasadizo que veía delante mío no esté precisamente ahí, sino que me lo haya inventado como otro, como yo en otro momento, inventó la palabra pasadizo mientras se paraba delante de algo que no sabía para que existía. Porque al fin y al cabo no existía nada nuevo, o precisamente jamas existió nada, nada de nada, pero imaginamos que del otro del pasadizo lado hay algo, qué es no importa, lo importante es que está ahí, que existe algo más, o por lo menos nos fascina creerlo.
Pero ya dentro, la luz empezó a esfumarse, tanto como el aire. En su reemplazo vino el miedo a hacerme compañía. Con su fría caricia rozándome la espalda, susurrándome al oído que esa nada que yo veía, en realidad lo era todo. Y no importa en que se convirtiese esa masa negra de todo, el miedo decía que tenía que ser bestial, abominable, cruel, macabra. Monstruos galopantes alados y voraces que vienen por mí. Al miedo jamás se le ocurren cosas como que los monstruos están hartos de andar solos por la oscuridad sin que nadie les dé un pito de bola. El miedo jamás imagina que el monstruo tal vez este aburrido, tal vez puede ser macanudo el monstruo, pero no, malo, bien malo tiene que ser, porque es el miedo, porque es la oscuridad y así tiene que ser, lo bueno blanco pálido y transparente bueno y el resto seguramente te va a matar por ser todo lo contrario.
Entre el miedo, el silencio y la oscuridad, mis pasos seguían adelante, o lo que me imaginaba que era adelante, lo único seguro era que un pie siempre estaba un poquito más adelante que otro, pero adelante que decir adelante ¿quién sabe? Como tantas veces quién sabe. Uno va camina, después trota, también empieza a correr, se agita mira atrás, sigue corriendo y plaf! Se tropieza y se da cuenta de que nunca se movió de su lugar, que por más que se escapó de eso, y por eso me refiero a, usted ya sabe, eso, todo eso, y esta exactamente en el mismo lugar, ni un paso más ni un paso menos, porque a veces no se camina solo con los pies, y mucho menos siempre para adelante.
De repente sentí algo extraño, es difícil describir con palabras conocidas  a lo desconocido sin caer en el error de hacerlo parecer corriente. Supongo que primero empezó como una caída, algo en el suelo dejo de existir, tal vez el mismo suelo. Poco a poco sentía que caía, o que volaba, ¿Por qué no? La oscuridad no había cambiado en lo más mínimo así que el arriba que el abajo daban precisamente la misma historia. Lo importante era que ya nada me sostenía, ni a la tierra ni a la razón, todo lo sentido perdía sentido, si había cielo o infierno, si el pasadizo tenía fin o adonde había quedado el principio, si las cosas estaban bien o estaban mal. No había ni felicidad ni pánico, como una especie de libertad de limbo.
Pero lo único cierto en esta historia es que toda belleza tiene su fin, como todo placer deja de serlo en el exceso, y la realidad cayo de golpe  y sin aviso. Me vi a mi mismo parado ahí, exactamente en el mismo lugar frente a eso. Él entraba en el pasadizo oscuro.